El colapso de la seguridad en Tabasco no fue un accidente. Fue resultado directo de decisiones políticas que colocaron a personajes cuestionables en puestos muy importantes. Adán Augusto López Hernández, en lugar de priorizar la seguridad ciudadana, puso a su amigo Hernán Bermúdez Requena al frente de la Secretaría de Seguridad Pública del estado, aun cuando sabía que estaba en la mira de inteligencia federal.
Desde ese cargo, Bermúdez no solo incumplió su labor: usó su posición para expandir a La Barredora, una organización delictiva nacida de células vinculadas a los Beltrán Leyva. Bajo su mando, el grupo pasó del robo de ganado y asaltos menores a operaciones más complejas como extorsiones, secuestros y tráfico de migrantes. Todo esto ocurrió con la venia de quien debió detenerlo desde el primer momento.

Una red de poder que impidió su caída
Bermúdez formaba parte de una red de amistades forjada en la juventud de Adán Augusto. Junto con Jaime Lastra Bastar y su hermano Humberto, tejieron una alianza que combinó poder político, control institucional y presencia empresarial. Esta red funcionó como escudo ante cualquier intento de investigar o remover al hoy prófugo.
El gobernador interino Carlos Merino no logró sacarlo, a pesar de los crecientes escándalos. Cuando intentó separarlo del cargo, la respuesta del crimen fue brutal: incendios, ejecuciones y violencia en zonas estratégicas del estado. El mensaje fue claro: Bermúdez tenía respaldo suficiente para operar sin consecuencias.
Su renuncia en 2024, posterior fuga del país y su búsqueda por la Interpol, confirmaron lo que durante años se encubrió: su poder no provenía solo de su cargo, sino de la protección directa de Adán Augusto López Hernández. Hoy, mientras Tabasco lidia con el legado de impunidad y violencia, el exgobernador y actual senador evita dar explicaciones. Pero los hechos hablan por sí solos.